El Espíritu Santo es el Espíritu de Dios. Inspiró a los santos hombres de la
antigüedad a escribir las Escrituras. Mediante la iluminación, nos permite
comprender la verdad. Exalta a Cristo. Convence de pecado, de justicia y de
juicio. Llama a los hombres al Salvador y efectúa la regeneración. Cultiva el
carácter cristiano, consuela a los creyentes y les otorga los dones
espirituales mediante los cuales sirven a Dios a través de Su Iglesia. Sella al
creyente para el día de la redención final. Su presencia en el cristiano es la
garantía de Dios para llevarlo a la plenitud del estatuto de Cristo. Ilumina y
capacita al creyente y a la iglesia en la adoración, la evangelización y el
servicio.
En cuanto a los dones espirituales, hermanos, no quiero que los ignoréis.
Sabéis que erais gentiles, arrastrados a estos ídolos mudos, tal como fuisteis
guiados. Por lo tanto, os doy a entender que nadie que hable por el Espíritu de
Dios llama anatema a Jesús; y que nadie puede llamar a Jesús Señor sino por
el Espíritu Santo.
Ahora bien, hay diversidad de dones, pero el mismo Espíritu. Y hay diversidad
de administraciones, pero el mismo Señor. Y hay diversidad de operaciones,
pero es el mismo Dios que obra todo en todos. Pero la manifestación del
Espíritu se da a cada uno para provecho.
Porque a uno le es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra
de conocimiento según el mismo Espíritu; a otro, el hacer milagros; a otro,
profecía; a otro, discernimiento de espíritu; a otro, diversos géneros de
lenguas; a otro, interpretación de lenguas. Pero todas estas cosas las hace
uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere.
(1 Corintios 12:1-11)